por Alondra Carrillo

Recientemente causaron asombro e indignación las declaraciones del Ministro de Familia y Desarrollo Social Alfredo Moreno, quien con mucha soltura de cuerpo sostuvo:

“las mujeres están aportando, y van a seguir aportando, una manera distinta de hacer las cosas. Si uno piensa que lo que necesitamos hoy día es más cercanía, mejor trato, menos mirar para abajo, más trabajo en grupo, más corazón y menos cerebro, menos frialdad… yo pienso que las mujeres van a hacer también un aporte en el cómo, no solamente en el qué”.

Escandaloso, ciertamente. Sin embargo, parece ser que el malestar y descontento por las palabras del Ministro muestran lo terrible que es cuando palabras que han salido de nuestras bocas hacen eco, resuenan dichas en voz alta por quienes personifican nuestra opresión cotidiana. Porque lo cierto es que las palabras de Alfredo Moreno pudieron perfectamente haber sido dichas en una reunión o asamblea, podrían perfectamente ser el extracto de una entrevista de alguna intelectual que fuese objeto de nuestra admiración. Lo que Alfredo Moreno pone en palabras (por supuesto que dejando ver el núcleo de su misoginia al momento de señalarnos como seres descerebrados), es la afirmación de algo que no pocas feministas sostienen como aquello en función de lo cual es posible dar cuenta de nuestra potencia política, como mujeres. Nuestra diferencia femenina.

No son pocas las ocasiones en que se ha instalado, al interior del movimiento feminista, la noción que sostiene que lo que nos es propio como mujeres es, formúleselo como quiera, nuestra capacidad de vincularnos con el sentir; nuestra cercanía al corazón; nuestro atributo materno, nuestra capacidad de engendrar vida; nuestra tendencia a articular, unir, a través de un vínculo que no pasa por lo “racional” sino que se aloja “en otro lugar”.

Afortunadamente hoy las palabras de Moreno nos llaman a revisitar esas afirmaciones desde la posibilidad de oír su eco, sus resonancias.

Lo que hacen estas perspectivas que afirman nuestra cercanía al corazón y nuestra distancia de la cabeza es reproducir, en la forma en que pintan el cuadro de nuestra diferencia, una metáfora que con el tiempo ha olvidado su carácter metafórico. Porque lo cierto es que no existe un lugar en nosotros que siente y un lugar en nosotros que piensa. No existen un corazón y un cerebro sino como órganos de una totalidad y, ciertamente, no existen como lugares en los que se ubican distinguiblemente las emociones y los pensamientos. Lo cierto es que tanto emociones, afectos, sentimientos así como palabras, declaraciones, afirmaciones son pensamiento. Y quizás esa distinción tajante que nos dice que hay un lugar que piensa y que hay personas, más aún, que representan ese lugar, es un reflejo de algo que en la realidad de nuestras vidas cotidianas se hace aparecer así. Eso que nos dice que venimos dadas para ciertos trabajos y no otros porque nuestra diferencia nos hace más aptas para ello. Eso que, en el fondo, nos destina a ciertas labores y con ello a ciertos lugares en el mundo, no sin violencia si es que se hace necesario, en este mundo en que todos los trabajos están encadenados entre sí y en que esa cadena es visible ahí donde hay intercambio, e invisible ahí donde la oculta el “amor”.

Pero lo que necesitamos es transformar todo eso, ¿No? ¿Qué es sino la aspiración de transformar lo dado esto que hoy llamamos feminismo? ¿Qué es sino la impugnación de los modos de vida, de organización de la vida, que hacen que la posibilidad de nuestra emancipación en el marco actual, capitalista y patriarcal, sea siempre una promesa que sólo existe en la virtualidad? El feminismo no es la afirmación de nuestra diferencia femenina sino a condición de que esa afirmación busque desaparecer en una vida nueva, otra, en una que sea nuestra.

El feminismo no debe ser la afirmación de lo que nos deja inermes, sino que debe ser un arma; que ya no haya fuerzas policiales que agradezcan lo pacíficas que somos ni personeros de un gobierno a quien le alegra (y a cuyo bolsillo alegra) nuestro lugar en el hogar. Un feminismo que nos permita constituirnos en una amenaza para quienes hoy ostentan, a nuestro pesar, la capacidad de decidir sobre nuestras vidas.

Para que no haya por donde perderse, porque no hay una diferencia femenina que sea nuestra potencia política. No somos la bondad de la humanidad sino el esfuerzo de cambiarlo todo.

Somos malas. Podemos ser peores.